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HISTORIAS                    Manuel Espejo

El número premiado (2)

Miguel se enteró de que le había tocado la lotería por la radio. En ese momento estaba en la cadena de montaje de una fábrica de componentes de automoción, donde trabajaba. Tenía el transistor puesto, esperando los resultados del sorteo. Cuando oyó que le había tocado el premio gordo, dejó su puesto de trabajo y dijo:

― Que trabaje tu puta madre, cabrón.

Los demás operarios vieron cómo se marchaba quitándose la indumentaria profesional, que iba abandonando por el suelo conforme se iba. Nunca más se le vio por allí. No pasó ni siquiera a recoger finiquito, ni a despedirse de nadie, ni a comunicar su cese del trabajo.

Cuando llegó a su casa, su mujer estaba tumbada en la cama viendo la televisión, que era lo que hacía la mayor parte del día, amén de comer snacks, aperitivos y cualquier cosa de bolsa que sirviera para incrementar sus niveles de sal, azúcar, colesterol y triglicéridos.

― ¡Nos ha tocao la lotería, Merche! ¡Nos ha tocao la lotería, muchacha!

― Déjame en paz ya con tus pamplinas. Ya has bebío otra vez, ¿no? ¿No te da vergüensa?

― ¡Que no muhé, que no he bebío! ¡Que el otro día compré un número de lotería, no un désimo, un número, y nos ha tocao! ¡Semoh millonarioh!

― ¡Qué me diceh! ¡A veh, enzéñame ese billete de lotería que yo lo vea! ¡Como no zea sierto te voy a rompeh er lomo!

― ¡Mira desconfiá! ¿Qué te había dicho? ¿Es este el número premiao o no? Mira loh premioh en el móvil.

― ¡La madre que nos parió a tos! ¡Semoh ricoh Migué! ¡Semoh ricoh! ¡Que ya no tenemoh que trabahá! ¡La leche! ¡No me pueo creer lo que estoy viendo!

Miguel y Merche, que este era el nombre de su mujer, celebraron el premio gordo por todo lo alto. Fueron a recoger del colegio a sus tres churumbeles y se dirigieron directamente a un banco para depositar el billete de lotería. Después fueron a un concesionario de coches de lujo, porque según ellos, lo primero que tenían que hacer es comprarse un buga.  

Miguel y Merche vivían en un barrio deprimido de C. Allí la actividad económica era el bujarroneo, la mierda, el birle, el fulaneo, el trile y todos sus similares y adláteres. Hacía mucho tiempo en esas calles había vivido gente trabajadora pero honrada. Sin embargo, poco a poco la gente normal se fue marchando ante la presión de nuevos llegados, cada vez de peor calaña, más violentos, ruidosos y antisociales. Miguel y Merche habían sido de los últimos en llegar, y se habían limitado a okupar un apartamento abandonado en un bloque semiderruido. Los servicios sociales del ayuntamiento, bajo presión popular, les había conseguido luz y agua, y allí vivían el matrimonio y los tres hijos, beneficiándose de las ayudas sociales que el ayuntamiento y otras administraciones públicas les facilitaban.

Miguel había pasado varias veces por la trena. Era bien conocido de la policía y de la judicatura, así como de los funcionarios de prisiones. Tenía algunos vicios muy feos, los cuales en alguna ocasión le había llevado a que recibiese alguna que otra paliza de algún padre furioso. Finalmente había conseguido un trabajo en una empresa que recibía fuertes subvenciones por contratar a un expresidiario. Allí lo pusieron en una cadena de montaje y lo cierto es que no lo hacía mal. Miguel era una persona muy adecuada para trabajos repetitivos y que no exigieran una gran complejidad intelectual. Durante los momentos en que trabajaba, para adaptarse al ritmo de la cadena, tenía que dejar de pensar, y dado que sus pensamientos consistían todos ellos en hacer daño, la cadena de montaje no era mala cosa para él.

Tras cobrar el dinero de la lotería, el gasto desenfrenado duró semanas. No tardaron ni dos días en encontrar una casa grande con jardín y se mudaron allí el mismo día que firmaron ante notario la compra. La siguiente semana fue una borrachera de derroches y despilfarros. De su vivienda anterior no aprovecharon absolutamente nada. Todas sus compras consistían en muebles cargados de dorados y fustas retorcidas. Cuanto más orlados y ensortijados, mejor. Los electrodomésticos eran los más caros. Las pantallas de las televisiones, las más grandes. Las cortinas, las más lujosas. Miguel y Merche habían recibido mucho dinero, pero su nivel de gasto era disparatado. Su cuenta corriente había sufrido un bajón importante.

― Merche, tú no te preocupeh ahora por el dinero. Hemoh gastao mucho, sí. Pero queda mucha, mucha pasta.

Los niños no habían ido al colegio desde que Miguel los sacó de la escuela tras enterarse de que eran millonarios.

― ¡Pa qué van a ir loh niñoh al colegio! El cole es pa loh pobreh. Cuando tienes parné el cole no sirve pa na. Ahora lo que toca es disfrutar, y ya pagaremos a cualquier desgraciao pa que aprenda por nosotros y saque una carrera pa servirnos.   

Así fueron pasando los días. Miguel se compró un arma tan pronto como pudo. Por supuesto, fue en el mercado negro, porque Miguel nunca conseguiría un permiso de armas por medios legales.

― Merche, me he comprao una pipa y voy a comprar otra pa ti.  Ahora tenemos dinero y tolmundo lo sabe. Hay que estar preparaos. Hay gente mu mala y mu envidiosa, y cualquier día podemoh teneh un problema. Ni se te ocurra perder de vista a loh niñoh. De momento de llevarloh a la escuela na de na.

La preocupación por la seguridad era algo que Miguel estaba convirtiendo en una obsesión. Miguel y Merche miraban la televisión todo el tiempo que no estaban en la calle derrochando dinero, y no tardaron en ver películas de secuestros y otro tipo de delincuencia sobre ricos y personas con recursos.

― Ahora que semoh ricoh no la vamos a cagar porque tenemoh pasta. Quien venga aquí pa haceh daño, se va a ir con los morros chafaos.    

Pero Miguel no dejaba de estar en lo cierto. La noticia de que esa familia había sido beneficiada con un premio gordo de la lotería se extendió de manera inmediata por todo el barrio donde ellos habían vivido. No tardaron mucho los antiguos vecinos de Miguel y de Merche en enterarse de su domicilio actual. Y pronto algunos empezaron a hacer cavilaciones.

― Merche, esta tarde vienen loh de lah alarmah. He puesto la alarma más cara que hay. Hay que estar preparaos por si viene algún hijo de puta a robarnos. Estoy pensando además en contratar a alguien pa que viva con nosotros permanentemente y que nos haga lah cosah y que tenga una pipa.  

― O sea, ¿un guarda que nos proteja y que trabaje en casa?      

― Sí, algo así. Alguien del barrio, pero todavía no sé quién.

En su antiguo barrio había uno que llamaban el Zumbao, porque abusaba del ácido, y no estaba muy bien de la cabeza. Para financiar su vicio se dedicaba a realizar pequeños hurtos en la calle y en el transporte público. Lo habían detenido cientos de veces, pero los jueces siempre lo dejaban en libertad porque los pequeños delitos que cometía no tenían pena de cárcel, y al ser insolvente nadie podía exigirle el pago de ninguna multa ni ninguna sanción. El Zumbao siempre decía:

― Yo no voy a ir más a la trena. Si haces cosas grandes o hay sangre te enchironan, pero si robas carteras y bolsos no te hasen na. A la puta calle en un rato. Tardas tú menoh en salir a la calle que el desgraciao que has robao, que tiene que firmar tos los papeleh. O sea, que por lo bajini y sin problemas.

El Zumbao conocía la ley mejor que cualquier abogado, y tenía perfectamente claro qué le permitiría evitar la prisión y qué lo llevaría directamente al talego, pero le podía la ambición. Cuando olía dinero fresco y en abundancia perdía la razón. Y esto es lo que sintió cuando se enteró de que Miguel era ahora millonario.

― La riquesa hay que repartirla, sabeh. No va a teneh uno to y loh demah a pasar hambre. Gracias a la gente como yo la riqueza fluye de arriba abajo. Loh ladroneh tendriamoh que resibih el premio al trabaho. Al menoh mientrah yo no sea rico, sabeh. Eh, que diceh, tengo rasón o no, eh, muchacho?  Ja, ja, ja, ja…

Así hablaba el Zumbao  mostrando su hilera de dientes diezmados y ennegrecidos por la mala vida y el tabaco.

El Zumbao  estaba convencido de que todo lo que existía en el mundo era de su propiedad, y que los demás se lo habían robado. Él tenía derecho a todo, por lo que cuando desproveía a otra persona de alguna cosa, en realidad lo que estaba haciendo era recuperar lo que por derecho natural le correspondía. Cuando se enteró que Miguel tenía mucho dinero y que gastaba sin proporción alguna, el Zumbao pensó para sí en que tendría que hacerle una visita a su antiguo vecino para decirle que era su deber darle un poco de su fortuna. Porque el Zumbao se merecía disfrutar también del dinero de Miguel.

Vamoh a hacerle una visita al Migué. Una noche de estas. Cuando esté toda la familia. La gente, cuando está con los churumbeleh son más receptivoh a lah inquietudeh de loh acredoreh. ¿Eh, eh? Ja, ja, ja…

El Zumbao sabía que este tenía que ser su último golpe. Después de este atraco tenía que quitarse de en medio una temporada larga. Este no iba a ser un asunto como los otros. Este era de los que te llevaban a la trena. Por este motivo, decidió preparar bien el negocio. Lo primero que hicieron es robar un coche grande, con buen maletero. Allí pusieron lo que les podría ser necesario en caso de huida, la cual daban por necesaria. El Zumbao pensaba entrar en la casa de Miguel y, una vez dentro, amenazar a la mujer y a los hijos para que Miguel le trajese al día siguiente o en los próximos días el dinero.

― El Migué tardará un par de díah en teneh el dinero. Esto va asín. Loh bancoh no sueltan la guita de un día pa otro. Hay que pedírselo con antelasión. Por eso noh esperaremoh en la casa del idiota ese, y cuando traiga la pasta noh abrimoh.  

― Buen plan, Zumbao, esta vez sí que noh forramoh. Y noh quitamoh de en medio. Bien dicho.

El día elegido para el golpe fue un lunes por la noche. El Zumbao y los otros delincuentes acecharon la casa para asegurarse de que Miguel y su mujer no salían, y de que los niños estaban también. Nadie vino esa noche a la casa. Cuando fueron a ser las diez de la noche, el Zumbao llamó a la puerta de la parcela, en el exterior de la casa.

― ¿¡Quién eh!?  

Zoy el Zumbao, Migué, abre.  

― Qué quiereh, Zumbao, yo no quiero negocioh contigo ya.

Migué, abre, que te traigo un recado de Ana la del parque, que necesita una cosa de ti.  

― Te vah a la mierda tú y Ana la del parque y tos vosotroh, que yo no quiero sabéh na de vosotroh, y déjame en paz, cabrón.

Ante el final de la conversación que se había producido, el Zumbao estalló de ira, y le dijo a uno de sus tres compinches.

― Se va a enterah ese hijo de puta de quien soy yo.

Y el Zumbao se fue corriendo a la parte trasera de la casa, donde había una esquina con muy poca visibilidad desde el interior de la vivienda. El Zumbao saltó la valla ágilmente y se dirigió corriendo hacia el chalet. Los compinches se quedaron fuera, con la boca abierta. El Zumbao les había dicho:

― Vosotros esperaos ahí quietos. Yo os abriré desde dentro.  

Cuando llegó a los muros de la casa, el Zumbao buscó un objeto pesado (una pala que había junto a la pared), y sin pensarlo dos veces golpeó con fuerza el vidrio doble de la ventana con la pala. Inmediatamente la ventana se hizo añicos y se vino abajo. En menos de un segundo, el Zumbao dio un par de golpes más, y se coló en la vivienda. La alarma no sonó.

― Seguramente, pensó el Zumbao, ― ese idiota no la tiene puesta.

Con la pala en la mano, el Zumbao se fue corriendo hacia donde vio luz, el comedor.

― Esto está chupao, se dijo para sí el delincuente.

Miguel y su mujer estaban viendo la televisión. Los niños estaban jugando en una habitación que habían habilitado para ello en el casoplón. Miguel y Merche saltaron del sofá, pero cuando se incorporaban el Zumbao ya los encañonaba con una pistola.  

― No me has querido abrir, mala escoria. ¿No te da vergüensa, haceh eso con un amigo del barrio?

Y le asestó un golpe con la pala en el rostro. Miguel cayó al suelo desplomado, y perdió el conocimiento por unos segundos.

― Tú, gorda, abre la puerta de la calle, pero ya, ¿estamoh?

― Cabrón, qué haceh aquí, esto te va a salih…  

Merche recibió otro golpe con la pala como el que había recibido su marido. El Zumbao se dirigió al recibidor y abrió él mismo la cancela de entrada para que entraran sus compinches, que en dos segundos estaban dentro de la casa.

― Bueno, pues ya estamoh toh, dijo el Zumbao.  ― Minino, sube a poh loh niñoh y te loh traeh aquí abajo.   

El Zumbao continuó:  

― Bonita reunión familiar, ¿no? Me gusta vuestra casa. Tiene mucha clase. Me encantan estoh muebleh tan finoh.

El Zumbao sacó una navaja del bolsillo y empezó a romper todos los cueros de los sofás nuevos, que desprendían un fuerte olor a material a estrenar.  

― Me paise que te han estafao con estos muebleh, Migué. Mira que poco duran. Nuevesitos y mira cómo están ya. Seis mu desastraos. ¿No te paise? Ja, ja, ja…

Los compinches del Zumbao reían sus gracias. Los niños estaban llorando, sin decir nada, aterrorizados, y tanto Miguel como Merche estaban atónitos. Se habían quedado sin habla.

Disen por ahí que os ha tocao la lotería y que ahora gastáis mucha guita. Y me paise que por lo que veo es verdad. ¿Es sierto eso, Migué?

Miguel miró al Zumbao directamente a los ojos. Sabía que los cuatro asaltantes estaban armados y que los niños estaban a su disposición. No era el momento de heroicidades. Tenía que apaciguarlo, prometerle lo que quisiera y buscar su oportunidad.

Zumbao, tengo pasta, te voy a dar dinero y te vah por donde has venido. No te voy a denunciar. No te quiero ver más, pero te irás con un montón de dinero que tengo en la casa en efectivo. Pero poh favor, no noh hagah más daño.

― ¿Cuánto dinero tieneh aquí? ¡Enséñamelo!

Miguel abrió una portezuela que había bajo un armario, sacó una bolsa de deportes llena de billetes, y se la entregó al Zumbao.

― Veo que tú y yo noh vamoh a entendeh. Tú ereh un tío del comercio. Sabeh lo que valen lah cosah y sabeh negociáh pa conseguih lo que quiereh. Has adivinao enseguida por qué estoy aquí. Pero tienes un defectillo. Piensas que loh demáh semoh tontoh. Yo no quiero calderilla, Migué, yo quiero la pasta, ¡Migué!.

El Zumbao volvió a golpear nuevamente a Miguel en el rostro. Un chorro de sangre caía desde una ceja y desde la nariz de Miguel. Los niños empezaron a chillar y uno de los compinches abofeteó a uno de ellos.

Zumbao, loh niñoh no, yo te daré el dinero…

Dijo Miguel, con un hilo de voz. El Zumbao mostró una sonrisa de oreja a oreja y le dijo.

Sabeh Migué, te pido disculpah por haberte golpeado en la cara doh veceh. Mañana tieneh que ir al banco a por mi dinero y tieneh que tener buen aspecto, y vaya, ahora mismo estás fatal. Tieneh que ponerte guapo, y asearte esa cara. Uno de mis compis irá contigo al banco. Mientrah tanto, loh otroh treh noh quedaremoh aquí.

El Zumbao se puso a reír solo, y enseguida sus tres compinches lo siguieron. Carcajeaban y se estiraban hacia atrás y hacia adelante, como si estuvieran viendo una película de los hermanos Marx.

Sabeh Migué, nunca me había fijado en tu mujéh, pero así en camisón me doy cuenta de que está mu buena, Migué. Está gordita, pero no está mal. Como a mí me gustan las muheres, Migué. Ereh un tío afortunado. Tiene su polvito tu mujéh, Migué.      

Merche estaba llorando, humillada, aterrorizada, a la vista de la crueldad con la que el antiguo vecino los estaba tratando. Miguel sabía que no era el momento para heroicidades. Tenía que mantener su cabeza fría. Tendría que acceder a lo que el Zumbao les pedía, o bien llegar a su pistola y tratar de defenderse. Los cuatro asaltantes iban armados. La opción de la pistola era muy arriesgada. De momento, tendría que negociar.

Zumbao, te he dicho que te daré lo que me pidas. Poh favoh, no nos hagah daño. Cuando tengas tu dinero podrás tenéh toas las muheres que quierah.      Tieneh rasón. Si ya lo dise el refrán. Donde tengah la olla no metah la polla, ¿no es sierto?  Ja, ja, ja, ja…

 

Los bomberos tardaron quince minutos en llegar al lugar de la explosión. Los vecinos no sabían qué había sucedido. Según parece toda la casa salió por los aires como consecuencia de lo que parecía ser una fuga de gas. Desde hacía tres días no se veía actividad en la casa. Nadie parecía haber entrado ni salido. Sin embargo, tratándose de una vivienda con un gran jardín, la casa era invisible desde el exterior de la cerca. No se había oído nada raro. La policía científica encontró dentro cinco cadáveres, dos correspondientes a adultos y tres niños.

Al día siguiente la policía averiguó que Miguel Fernández Vázquez, el dueño de la casa, a quien unas semanas antes le había tocado el premio gordo de la lotería, había extraído importantes sumas de dinero en efectivo de su cuenta. La policía, a la vista de estos hechos, inició una investigación criminal y descartó un escenario no violento de la trágica muerte de la familia Fernández.       

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