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HISTORIAS                    Manuel Espejo

Retorno a las cuevas de Hércules        

                           

Los deseos de los moribundos deben ser cumplidos.

Mi hermana Jana y yo prometimos al bisabuelo que llevaríamos sus cenizas a Marruecos, a las cuevas de Hércules, y no podíamos fallar en nuestro compromiso. Lo haríamos. Y lo hicimos.

El capitán se acercó a Schulz y le puso la C-96 junto a su frente. 

— No me obligues a hacerlo — dijo —.  ¿Dónde está?

El alemán desvió su mirada hacia la pared y empezó a hablar suavemente.

— ¿Sabes que estas cuevas tienen mucha historia? Dicen que aquí descansó Hércules tras una de sus tareas. ¿Conoces el mito?

Borrell golpeó al teutón con el arma.

Wir sind nicht hier, um über Mythologie zu diskutieren, Mr. Scholar. Dime lo que quiero saber, jetzt. Estoy perdiendo la paciencia.

Jana y yo llegamos a Tánger el domingo por la mañana, como estaba previsto. Llevábamos la urna de nuestro ascendiente oculta entre la ropa. Le habíamos quitado la etiqueta. Nuestro padre nos recomendó que lo hiciéramos, porque no estábamos seguros de si en la aduana hallaríamos algún problema. Supusimos que era mejor evitar conflictos en la frontera. Siempre hay una norma administrativa que violas si viajas con muertos o con restos mortales.

— Podemos hacer un trato — dijo Schulz —. Tu y yo somos personas prácticas y racionales. ¿No es así? Conocemos cada uno los triunfos y el mal juego del otro. ¿Me equivoco? Los británicos saben que estamos aquí, pero no saben quién es cada uno.

— Hemos sido expuestos — respondió Borrell. — Si no encontramos una salida estamos muertos. Lo sabes. Sin trucos, Schulz. Verstanden?

— ¿Qué hacía el bisabuelo en Tánger? ¿Por qué estuvo tres años en Marruecos?

— Ni idea. Supongo que estaba obligado a estar aquí por su empresa de dátiles. En los años treinta del siglo XX Tánger era una excelente ciudad para hacer negocios. Era como puerto franco o algo así. Pero el bisabuelo nunca hablaba de eso. Sin duda su fortuna, nuestra herencia, se originó aquí.

— La abuela siempre decía que el bisabuelo era un hombre muy culto, y que en su madurez era apuesto y cautivador. Solía decir que tenía aspecto de militar. Pero él nunca dijo nada sobre que hubiese servido en el ejército. Su época era la del nacionalsocialismo. ¿Sería nazi? En aquella época, muchos alemanes lo eran.

— Jaime, por favor, escucha a Schulz. Tiene que haber alguna salida a esto — afirmó Amira.

Después continuó:

— Los hombres lo arregláis todo con pistolas. Pero no pensáis. Por favor, vamos a buscar una solución al problema.

En la cueva se hallaban dos hombres y dos mujeres. Ninguno de ellos mantenía una postura relajada. Los cuatro parecían acongojados, aplastados por una situación que no podían controlar.

Al día siguiente, lunes, Jana y yo alquilamos un coche y salimos temprano de la ciudad para dirigirnos a las cuevas de Hércules. El día era soleado. No hacía calor. La temperatura era agradable. En el hotel nos dijeron que era posible visitar las cuevas pero que lo más sensato era gastar unos pocos dirhams y alquilar un guía. De este modo, no tendríamos que esperar y podríamos ver partes de las cuevas que no estaban abiertas al público en general.  

En fin, pensé, seguro que al mediodía habríamos acabado con esto y podríamos volver a casa quizás esa misma tarde.

Schulz rompió el silencio:

 — El oro está aquí. En la cueva. Podemos hacer dos partes; una para vosotros y la otra para nosotros. Dos parejas. La mitad para cada una. Tenemos documentación. Podemos intentar llegar a la parte francesa de Marruecos. Desde allí será fácil fletar un barco hasta Sicilia y estaremos a salvo. Nadie sospechará de un carguero en ruta hacia Europa. La guerra no ha estallado todavía. Lo hará pronto, pero tenemos tiempo. Juntos tendremos más posibilidades.   

Borrell miró a Schulz con incredulidad. Pasaron unos segundos. Los cuatro se escrutaban los unos a los otros. Las mujeres se observaban entre sí. Amira intervino.

— Podría funcionar. Podemos huir los cuatro juntos. Este no es momento de discusiones. Schulz nos puede abrir las puertas de Alemania. Jaime, no está mal pensado.

Schulz miró a Borrell, a Amira y a Heike. Esta intervino:

Die Kinder sind im Hotel. Wir haben Zeit, sie wegholen.

— Dice que tenemos tiempo de ir a recoger a los niños en el hotel — tradujo Borrell a Amira.

Cuando llegamos a las cuevas, comprobamos que no había mucha gente esperando para entrar. Decidimos contratar los servicios de un guía. No era muy caro, y pensamos que con él podríamos encontrar mejor el lugar donde se hallaba escrito Amira.

Jana preguntó. — ¿Quién sería esa Amira?

Los cuatro estaban de pie, en silencio, a la luz de un farol de petróleo. El ambiente era pesado, graso y húmedo, como consecuencia del humo de la lámpara y del agua marina rompiendo contra las rocas.

De repente se oyó un disparo.

Instintivamente, los cuatro se vieron en tierra, ocultándose de la entrada de la cueva, desde donde habían oído la detonación.

— Son los ingleses — dijo Borrell.

— ¿Hay alguna salida de la cueva por cualquiera de estas galerías? — preguntó Schulz.

— Creo que no — respondió Borrell.

Inmediatamente todos miraron a Amira. Tenía la cara desencajada. Se llevó la mano al pecho, y cuando la separó de su cuerpo, todos pudieron ver claramente la sangre.

— Siento... que me… muero.

El bisabuelo nunca nos explicó quién era Amira. Solo nos dijo que quería que buscáramos en las cuevas su nombre y que dejáramos allí las cenizas. Nos dio indicaciones de cómo hallar la inscripción. Nos explicó que teníamos que seguir la galería mayor hasta casi el final y que después a la izquierda hallaríamos otra galería más pequeña.

— Seguro que encontraréis la inscripción. Es bastante grande y clara. La escribí yo. Llevad una linterna. Donde está la leyenda no hay luz solar, salvo que hayan instalado focos, que no lo creo a esa profundidad en las cuevas.

Borrell arrojó una pieza de ropa por el suelo y pudo ver el fogonazo de una nueva descarga. Apuntó hacia donde vio el destello y todos oyeron un quejido. Inmediatamente un cuerpo caía arrastrando piedras.

Schulz se acercó al lugar donde habría caído el agresor.

— Está muerto. No parece que haya nadie más — dijo.

Borrell se abalanzó sobre Amira, pronunciando su nombre.

— Amira, tenemos tiempo. Iremos a buscar a los niños y nos marcharemos. Te llevaré a Alemania, y luego conocerás España. Seremos felices. Somos jóvenes. Tenemos mucho que hacer — dijo, con lágrimas en los ojos.

Caminamos por las cuevas durante mucho tiempo. Le explicamos al guía lo que buscábamos, pero no dimos detalles de nuestra verdadera misión, que consistía en dispersar las cenizas de nuestro bisabuelo sobre el agua y bajo la inscripción que decía Amira.

El guía, cuando nos oyó decir que había una inscripción en las cuevas, nos miró un poco raro. Quizá sospechara algo. Nos vio con una bolsa grande, y seguramente uniera puntos. Sin embargo, no dijo nada.

— Borrell — dijo Schulz —, tenemos que irnos. No podemos hacer nada por ella. Está muerta.

— Es la madre de mis hijos — dijo Borrell —. No la podemos dejar aquí.

Schulz cogió unas piedras pesadas y se las mostró a Borrell. El militar comprendió enseguida.

Borrell besó tiernamente a Amira primero en la frente y después en los labios. A continuación, Schulz enrolló alrededor del cuerpo de Amira el abrigo que había usado Borrell para atraer la atención del espía británico e introdujo las piedras dentro de la prenda. Finalmente dejó ir a Amira en el agua.

Los tres vieron desaparecer lentamente la figura de la mujer del Rif mientras su cuerpo se hundía en el agua salada.

Cuando al final Jana y yo llegamos al lugar donde se hallaba la inscripción Amira, en el techo de la cueva, como nos había dicho nuestro bisabuelo, quedamos como en estado de shock. Nos miramos el uno al otro. No acertamos a decir una sola palabra.

Despedimos al guía, con una generosa propina, y lo acompañamos con la mirada mientras se marchaba. Todo discurría en silencio. Al otro lado de la cueva, junto a la entrada, se oía el murmullo de los turistas.

Borrell, Schulz y Heike abandonaron la cueva. Borrell había escrito Amira en la parte superior de la caverna, en el lugar donde había dejado ir a su esposa. No había luz, pero las lágrimas del militar español se podían ver. La emoción no era ajena tampoco a sus dos acompañantes alemanes.

Schulz recogió el oro del lugar donde se hallaba escondido, y los tres abandonaron las cuevas.

Jana y yo arrojamos al agua las cenizas del bisabuelo, como él mismo nos había instruido. Nunca sabríamos quién era Amira ni qué había sucedido en aquella cueva.

Volvimos al hotel entristecidos. Seguíamos sin cruzamos una palabra. El bisabuelo había sido un exitoso hombre de negocios, que nos había legado a toda la familia una gran fortuna. Sabíamos que había estado viviendo en Tánger hasta que estalló la II Guerra Mundial, y que entonces, en 1939, volvió a su Alemania natal. Su familia, los Schulz de Nuremberg, se arruinaron tras el fin de la contienda. Entonces nuestro bisabuelo vino a España con su esposa, nuestra bisabuela Heike.

¿Quién era Amira? Nunca lo sabremos. Nuestro bisabuelo, al igual que nuestra bisabuela Heike, tenía unos ojos azules preciosos. Sin embargo, nuestra abuela, la hija de ambos, tenía los ojos marrones, lo que parecía un error de la naturaleza.

Nuestra bisabuela murió hace muchos años, y la enterramos en Alemania. El bisabuelo nunca habló de las cuevas ni de Amira hasta que sintió próxima su muerte.

Unos años después descubrimos una caja con papeles de mi bisabuelo en la casa que tenía en la Sierra de Madrid. Allí encontramos archivos de sus negocios, un certificado de nacimiento suyo de 1914, y varios documentos relativos a su escolarización.

Nunca entendimos cómo era posible que el certificado de nacimiento del bisabuelo dijera que el bisabuelo nació con los ojos marrones, al igual que la documentación de su escolarización, cuando mi abuelo tenía unos grandísimos ojos azules.    

Sin duda, nuestro bisabuelo se llevó a la tumba misterios que nunca podremos desvelar.

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